Con mucho gusto publicamos un texto escrito por un parcero, que no solo tuvo el valor civil de expresar en palabras su condición asumida de hincha tibio, sino que lo quiso compartir en este templo del saber arcano y de la epistemología de los perritusz en la ontología del Yo nacional. Podremos estar o no de acuerdo con el man, podremos caerle a pata virtual o no; incluso alguien como el que escribe este prolegómeno (?) puede sentirse horrorizado ante una confesión que hace en el tercer párrafo… pero vale la pena leerlo. Sobre todo porque es un texto más bueno que el hijueputa. Y dice así.

Un hincha tibio

Por: Juan Sebastián Vélez

Siempre es la misma vaina cuando salgo con mis amigos, que por alguna razón inescrutable resultaron todos hinchas del Medellín: me cogen de parche porque ellos saben que soy el único que le hace fuerza al equipo rival y hay diversión gratuita en la montonera. Me acusan de tibio y yo soy presa fácil pues no me sé la alineación actual, no fui al estadio a ver el último partido, ni tengo una opinión sobre la formación con los que el profe de turno para a sus muchachos. No es que no sepa nada de fútbol, entreno desde que tengo 5 años y aunque no podría fingir que soy un experto, no me son ajenas del todo ni la teoría, ni la historia, ni la práctica. La pasión sí, y esa no me la perdonan los panas cuando compartimos unas cervezas, pero yo que culpa si calentarme por una pelota no es lo mío y a estas alturas me daría algo de pena arruinar tantas conversaciones no siendo el equivalente futbolístico de la pera de boxeo.

Sí, yo sé. Defender al hincha tibio es como defender al que se va pal Tíbiri y no sale a bailar o al que va a una pool party y en vez de meterse a nadar con las sirenas termina haciendo el asado. Pobre pendejo. ¿Para qué va entonces? ¿Para qué es hincha? Pareciera que tiene lepra, todo el mundo se declara superior moralmente, los que se abonan se sienten mejorcito que uno, como si fuera un gran mérito, como si estuvieran entrenando para una maratón mientras yo como chocolatinas en la cama. Me parece natural que las personas se fastidien con aquellos que no se entusiasman tanto con las cosas que les apasionan, pero no es para tanto. Hay una explicación y sospecho que la tibieza está más extendida de lo que se imaginan los afiebrados; que somos muchos los que fingimos cada que nos toca celebrar un gol de un equipo europeo en un bar de futbol, cuando uno fue realmente por las alitas de pollo y el escote de la mesera. Es bueno entonces que se sepa: no todos los hinchas reventamos de orgullo ni de emoción, no a todos nos parece elegante ir a un restaurante con la camiseta de futbol puesta ni ameno escuchar por radio al Paisita. Y no es la superioridad borgiana de quien solo se interesa en las sagas nórdicas y el futbol le parece un asunto de las masas ignorantes. Es simplemente falta de ímpetu.

Tras años de matoneo, contaré aquí las razones para ser tibio. Y torcido, porque sí, además de todo, vergüenza de mí, empecé como hincha del Medellín y luego abracé el verde y el blanco. Hace poco en una fiesta se me salió ese dato. Estaba tardísimo y hacía horas que bebíamos, por lo que el espíritu prudente que normalmente me impide hablar de estas cosas no me detuvo a tiempo. Tal vez yo esperaba que por los muchos whiskies la gente iba a estar medio anestesiada y el detalle iba a pasar de largo, pero por el contrario sacó a la fanaticada del letargo y me tocó pedir un taxi antes de que las acusaciones de traición se salieran de madre. Pero así es, y la explicación es menos un defecto moral en mi personalidad o falta de cojones (de lo que tanto me acusan) y más el resultado de cómo pasaron las cosas.

Yo no llegué al futbol sin interés, llegué pateando con ganas el balón de México’86 que me regalaron, pues mi cumpleaños cayó justo el día en que Argentina le metía dos goles a Bulgaria en la fase de grupos y por ello el Diego y la albiceleste fueron mi primer amor futbolístico. Sin embargo, después de que alzaron la Copa, como yo vivía en un pueblo y no veía televisión, mis afectos se concentraron en la lectura y en las caricaturas. El fútbol desapareció de mi casa. Por eso nunca supe nada de la liga colombiana y mi papá, otro hincha tibio, jamás me habló una palabra sobre el Once Caldas, el club de sus afectos, ni intentó llevarme a ningún partido, entre otras cosas porque ir al estadio implicaba un viaje de seis horas por los lodazales que eran las carreteras colombianas en los años ochenta.

De modo que el fútbol en mi vida se limitaba a lo que jugara en la canchita del pueblo, un arenero miedoso que además servía de plaza de mercado y de helipuerto cuando al gobernador del departamento le daba por rendir visita. Todo cambió cuando, buscando no dejar la educación de sus hijos en manos de Fecode, mis padres tuvieron el tino de llevar la familia a vivir a Medellín. O nada cambió, porque yo seguía ensimismado en los cómics del pato Donald y sólo fue hasta que mi mamá me amenazó con llevarme a donde un psicólogo si no hacía amistades en la gran ciudad, que decidí cruzar la reja del edificio y fui a pedir juego en el parque del barrio. Yo ya sabía pasar bien la pelota y hasta cobraba tiros libres; rendía y pronto tuve un grupo de amiguitos que empezaron a preguntarme si era del Medellín o del Nacional. Como yo no tenía ni idea ni preferencia, usé una lógica simple: nací en Medellín, vivo en Medellín, seré hincha del Medellín. Mi amplitud de miras no abarcaba todavía al país entero, pues escrupuloso con la semántica, habría sido del Nacional, y menos al continente, lo que en perfecta lógica me habría llevado a apoyar al América. Y así fue como, tras varias horas de jugar bajo la lluvia, volví un día a la casa lleno de barro y declarado hincha del DIM.

Pero algo no funcionaba bien. No sabía nada del DIM, nunca salía por televisión. En cambio, en aquel 1989, todo señalaba hacia el Nacional: gente en la calle con banderas, cubrimiento de prensa continuo, el impacto del 6-0 contra Danubio. En el recreo del colegio se comentaba el avance en la Libertadores y uno se aprendía de memoria la nómina de los puros criollos repitiendo como mantra los nombres de los ídolos: Alexis García, Andrés Escobar, Leonel Álvarez. Usuriaga y Tréllez eran la versión real y cercana de Oliver y Tom en Supercampeones. Se sentía electricidad en el aire. Por esos días, además de al fútbol, yo me dedicaba a jugar yo-yo para ganar Coca-Colas gratis en los concursos que organizaban al lado de los camiones repartidores. Y los augurios también llegaban por ese lado: me invitaron a una primera comunión y me salió en la sorpresa un yo-yo con la cara de René Higuita impresa en un costado y el escudo verdolaga en el otro. Del DIM, nada. Silencio. No ganaban, no estaban en la Libertadores, no salían en las piñatas. Y entonces tomé mi primera decisión trascendental de adulto: yo iba a ser hincha del Nacional porque los hinchas del Nacional parecían estar pasándola siempre mejor: televisión, pólvora, goles y triunfos. Harina. Para la final contra Olimpia, ya estaba mi decisión tomada y hecha pública, yo era hincha del verde. Cuando ganamos la Libertadores y mis amigos me buscaron para salir a celebrar a la 70, el éxtasis fue genuino. Mi mamá no me dejó ir.

¿Por qué entonces no me volví un hincha furibundo en los años noventa? ¿Por qué semejante chispazo inicial de entusiasmo no derivó en una pasión duradera? Equipo había, fútbol había: el Nacional de aquellos años era la Colombia que nos hizo dejar de ser parias en la escena internacional: Chonto Herrera, el Bendito Fajardo, el gran René Higuita, el Tino Asprilla, Aristizabal. La generación de oro que nos llevó a Italia y a Estados Unidos, que goleó a Argentina para luego orinarse frente a Rumania y tampoco hacer nada cuatro años después en Francia. ¿Sería eso?

Quizás las decepciones mundialistas me bajaran los ánimos, pero tal vez lo más determinante fue, dándole rienda suelta a mi talante, haber pasado una adolescencia de perdedor con un grupo de amigos ñoños que por falta de mujeres en sus vidas se iban al estadio, y por falta de talento para hacer una gambeta se dedicaban mejor a llenar de apuntes tácticos una libreta desde la tribuna norte del Atanasio. El profe Osorio usaría la misma idea décadas después para gloria de los verdolagas y úlcera gástrica de los mexicanos.

Era ya 1998 y allí, en la tribuna del frente, ante nuestros ojos miopes y nuestras banderas dobladas (porque nos daba pereza ondearlas pero también nos daba tristeza dejarlas en la casa), apareció el fenómeno desagradable que marcaría al fútbol local y que trajo a mis afectos una contradicción duradera. Nacional era un excelente equipo pero su hinchada era horrible: tipos agresivos, de mal gusto, orgullosos de haber nacido en Antioquia como si eso hubiera sido mérito de alguien y dispuestos a llenar de grafiti todo el país: LDS habían hecho su aparición ruidosa, compitiendo en la búsqueda de muros para rayar con las AUC e insultando porque sí a los que tuvieran una camiseta diferente. No pude resistirlo y acabé por no volver al estadio.

Mientras el Nacional se volvía verdaderamente grande y conseguía títulos importantes, mientras las barras crecían y llenaban otra vez las tribunas, yo me enfríe. El amor por el deporte y la camiseta no pudieron contra el instinto de alejarme de los alebrestados. Al mismo tiempo y para compensar, la vida me rodeó de hinchas afiebrados del Medellín: gente que siempre va al estadio, monta barras, escribe columnas de fútbol, hace programas de radio y discurre en monsergas. Los he acompañado, los he apoyado, me he reído a su lado. Pero me sigue dando pereza el parche del Atanasio, incluso con las veinteañeras bonitas y desenfadadas que siempre revolotean por ahí.

Compartir mis ratos de ocio con hinchas de ambos colores me ha dado una perspectiva amplia: los hinchas del Nacional son más casposos, más uribistas, más paisas, de esos que no se sonrojan al decir cosas como «duélale a quien le duela«. Igual con las hinchas; aunque son más lindas, se me antojan más problemáticas, más cantaletosas. Sin embargo, los del Medellín, aunque más simpáticos, con ese orgullo por ser pobres y apoyar al equipo en las malas y en las malas, me parecen un poco la apología de la desgracia. Yo no vine a sufrir a este mundo, pero eso no significa entonces volverme hincha del Madrid o del Barça, como hace tanto despistado. Como un matrimonio duradero y satisfactorio pero ya sin chispas, seré hincha del Nacional. Visito el Atanasio un par de veces al año, cuando hay partidos realmente importantes, usualmente de Libertadores porque el verde siempre clasifica. No entiendo a la gente que compra un abono y se gasta varias horas semanales yendo al estadio y menos un domingo. Yo quiero quedarme en la casa, terminar ese libro, hacer siesta desnudo con la mujer bonita que tengo al lado. No veo fútbol por televisión, no armo parche para los clásicos. Eso sí, todos los lunes me pongo los guayos, salgo a la cancha, pateo la pecosa: fútbol es el que yo juego, lo demás es mero pasatiempo y tengo mejores.

Agosto de 2017

 

7 pensamientos sobre “Un hincha tibio

  1. Aparte de lo lúcido del texto y del ejercicio de desnudez moral (?) de Juan, paga destacar la descripción de los hinchas de Nal y DIM que se hace en el último párrafo.

  2. Qué postazo la sincerada del man. Excelente! Yo tambien quepo dentro de esos hinchas «tibios» aunque si considero parche pegarme un fin de semana al TV viendo fútbol de cualquier lugar. Prefiero el fútbol por TV y en HD, con una cerveza y amigos, o incluso solo; que ir al estadio a juntarme con gente como la que hace alusión el creador del post.
    Qué buen post y excelente nota.

  3. Excelente, algún día contaré la historia que me avergüenza (?), como siendo verde en mis inicios, terminé siendo un recalcitrante hincha del DIM, creo que hasta de termo me podrían calificar.

  4. Pido una tanda de Aplausos bien grande para el autor de este texto, pues sin duda evidencia a la mayoría de hinchas «a morir» de los equipos de nuestra liga. En mi caso, creo que voy haciendo la transición hacia esa tibieza, más que todo porque soy pobre y vivo lejos (?).

  5. Es una historia en la que perfectamente quepo. No soy apasionado. Veo buen futbol y por lo tanto critico todo lo mal hecho sea del equipo que sea. Aunque me gusta mucho el Once, me da más satisfacciones el Verde, vérde.

  6. Juan siempre ha sido de esas personas que te aportan cosas importantes en la vida (amigo ya de hace rato)… en este post demustra su capacidad natural de hacer ver simple las cosas complejas, porque no me digan que cambiar uno de bando y más para el bando rival o confesar estar frio para el futbol… es tan simple como él lo describe.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *